Natalia Coronel

Nací el 9 de Julio de 1981 en Buenos Aires, Argentina, en el seno de una familia humilde compuesta por papá Pelagio, mamá Martina –ambos oriundos de Paraguay –, soy la cuarta de 6 hermanos.

Crecimos en un ambiente sencillo, en un lugar donde tuvimos lo básico, y donde siempre se priorizó la educación. Desde los primeros años de mi vida tuve señales de aquello que había venido a hacer, sólo que en ese momento no podía darme cuenta aún. Fue luego de varios años, y de superar mis propios desafíos, que pude unir los puntos y comprender el significado de cada una de esas señales. La primera vez que hablé en público fue a los 5 años, en un acto del colegio. Había aprendido a leer junto con mi hermana Mirian, dos años mayor. Fui presentadora en el acto de una fecha patria, dando entrada a cada uno de los personajes típicos de la Revolución de Mayo. Luego de ello vinieron otras oportunidades de hablar en público, siempre resueltas con atípica naturalidad.

Como parte de mi plan álmico, me sentí respaldada por mi inteligencia racional. Siempre me destaqué por mi capacidad analítica, y al recibir aprobación por parte de la familia y del sistema educativo, fui fortaleciendo mi identidad sobre esas bases. Yo era “la inteligente” Mi historia académica pasó sin dificultades en los distintos niveles, y llegué a obtener con honores el título de Contador Público a mis 24 años. A partir de allí, conseguir un buen trabajo y formar una familia eran los siguientes “pasos” a seguir. La parte laboral la seguí sin dificultades, ejerciendo un rol de liderazgo por casi 15 años en un laboratorio de primera línea en Argentina, pero la parte sentimental se había convertido en un obstáculo. Parecía que la Vida se empeñaba en negarme lo que tanto anhelaba: un compañero con quien compartir el camino. Las relaciones en general eran un desafío: la gente sentía rechazo hacia mí y no entendía por qué. Si era tan inteligente, ¿por qué la gente no se acercaba, no sentía admiración? No lo podía comprender y eso me frustraba.

A mis casi 29 años, conocí a quien fue mi relación de pareja más significativa. Fueron casi 8 años de relación, con 3 de convivencia. Un vínculo en el que –dentro de mi nivel de consciencia de ese momento– di lo mejor de mí, pero no fue lo que se requería para que el vínculo prosperara. Luego de un diagnóstico de baja reserva ovárica y de buscar quedar embarazada por 6 meses, mi compañero me confesó que él no quería tener hijos. Y con mucho dolor, comprendiendo que más allá del amor que sentía, teníamos proyectos de vida diferentes, decidí poner fin a la relación.

Con el peso que tenía el vínculo de pareja en mi vida, sentí que el mundo se me venía abajo. Se hacía realidad la peor pesadilla que me hubiera podido imaginar. Con 37 años, sentía que ya no tenía tiempo para formar una nueva pareja y crear la familia que –en ese momento– creía desear. Fue entonces cuando comenzó la noche oscura del Alma. Ese momento en el cual veía todo negativo, que nada parecía tener sentido. Estaba enojada con la Vida, sintiendo que lo que estaba viviendo era injusto, que yo no lo merecía. Y, sin embargo, estaba ocurriendo. En ese momento no podía verlo, pero la Vida me sostuvo en cada paso que daba. Aparecieron las personas adecuadas para acompañarme en ese tránsito. Y descubrí un mundo que no se me hubiera ocurrido que podía existir: la conexión con el Ser que habita en mi interior.

Al principio, mi foco estaba puesto en encontrar el reemplazo de mi relación rota, pero nada funcionaba. La vida me fue mostrando el camino: cuando intentaba conocer a alguien, nadie aparecía; sin embargo, cuando daba un paso hacia el camino del autoconocimiento y el desarrollo evolutivo, las puertas se abrían, las personas adecuadas aparecían, todo fluía. Fue así que un día me senté con la Vida y renuncié a seguir queriendo forzar mi camino hacia donde era evidente que no avanzaba, y acepté fluir con lo que ella me estaba proponiendo. Y en ese momento inicié un camino en el que fui conociéndome cada vez más a mí misma; de la mano del Eneagrama entendí muchos de mis comportamientos automáticos, de cómo sufría a causa de ellos, y de cómo podía aprender para observarlos y dar espacio a que se exprese mi Luz mucho más que mis sombras. Sembré el jardín de mi Amor propio, y me convertí en mi mejor compañera de vida. Me di cuenta de que estaba rodeada de seres luminosos y expansivos con los que –aún hoy– amo compartir el camino. Y que, más allá de las etiquetas de los vínculos, lo importante es lo que podemos intercambiar en el compartir. Me transformé y comprendí por qué en el pasado las personas no se sentían a gusto conmigo: empecé a acercarme a las personas desde la curiosidad y la apertura, y ya no desde el juicio y la descalificación, como hacía antes. Verifiqué en mi propia experiencia que la evolución es posible, que lo único que nos separa del estado de Paz y plenitud que deseamos es una gran confusión que habita en nuestra mente. Que cada uno de nosotros, de nosotras vino a este plano con un plan, el Plan del Alma, que contiene no sólo un desafío sino también los recursos para afrontarlo, y la misión que se despliega a partir de superarlo. La experiencia en este plano tiene un objetivo pedagógico: brindarnos, como seres espirituales encarnados en cuerpos físicos, la oportunidad de cuestionar y limpiar de nuestra mente todo aquello que es falso, para que sea la Verdad la que habite en nosotros y nos conduzca a experiencias más plenas y satisfactorias.

En ese proceso de evolución, empecé a alinearme en coherencia: pensar, sentir y actuar en el mismo sentido. Fue entonces cuando dejé de resonar con la labor que realizaba en la industria farmacéutica -y a la que agradezco por haber sido parte importante en mi camino- Sin embargo, había aún varias limitaciones mentales que limpiar antes de poder atreverme a vivir una vida más coherente. Fui avanzando paso a paso, y cada uno de ellos significó una transformación interior, un avance en ese camino evolutivo. Y, si bien hubo muchos momentos de incomodidad, cada avance me generaba mayores niveles de Paz y satisfacción. Al principio el desafío fue muy poderoso, pero con el entrenamiento y la verificación de resultados, los siguientes pasos fueron volviéndose cada vez más livianos.

Así, empecé a buscar a qué dedicarme para sentirme más plena y conectada conmigo. En esa etapa me ayudó mucho la sabiduría del Ikigai, que fue como una brújula que me orientó hacia mi norte, hacia aquello que me hace vibrar el corazón. Y una vez que conecté con el anhelo de mi corazón, esa fuerza fue irrefrenable, al punto de traerme hasta aquí. Me formé como Eneacoach (coaching desde la mirada del Eneagrama), NEUROentrenadora, facilitadora Psych-K (reprogramación del subconsciente) y terapeuta TESA –Tecnología Energética de Sanación Avanzada– (canalizada por Karina Zarfino), entre las más destacadas, y hoy dedico mi vida a acompañar a personas a verificar en su experiencia que la Paz y la plenitud no sólo son posibles, sino que es a lo que hemos sido llamados, es nuestro derecho esencial.

Es mi anhelo que te encuentres en ese punto donde ya te hayas cansado de vivir con insatisfacción y sinsentido, que escuches esa voz interior que te dice que “tiene que haber algo más”, que estés buscando respuestas, pues es el punto de partida del mágico camino de regreso a casa. Te invito a iniciar este viaje, y a verificar en tu propia experiencia que es posible vivir una vida con sentido.